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domingo, 17 de enero de 2016

LA DEMOLICIÓN DE ESPAÑA

Ortega y Gasset nos legó una obra admirable y una lección ejemplar sobre el papel de los intelectuales. La identidad individual no es una abstracción, sino el fruto de nuestro diálogo con las circunstancias de nuestro tiempo. Permanecer al margen nunca es una opción sensata, pues la realidad siempre busca una hendidura para irrumpir en nuestras vidas. 

En la hora actual, no es posible contemplar con indiferencia los “procesos soberanistas” que pretenden acabar con España como nación. Gracias a la crisis económica, el nacionalismo ha regresado con sus banderas y sus mitos ancestrales. En Europa se respira un clima parecido al que creó la Depresión del 29. La tragedia de los refugiados sirios agita de nuevo el fantasma del racismo, olvidando que esas familias –muchas veces cristianas- huyen del terrorismo de DAESH. Las ideologías han resucitado, desempolvando sus viejos manuales. 

Una izquierda irresponsable exalta el marxismo-leninismo, una síntesis realizada por Stalin para justificar el ejercicio despótico del poder político. 

La radicalización ha llegado tan lejos que se elogia la esperpéntica tiranía de Corea del Norte y se reivindica a figuras como :

Honecker,


Enver Hoxha 

y Ceausescu. 

Una derecha sin ideas se limita a repetir las consignas del neoliberalismo de la escuela de Chicago, ignorando que la economía social de mercado no es un invento de la socialdemocracia, sino de los primeros neoliberales, que se plantearon la necesidad de humanizar el capitalismo.

No me gusta la distinción entre izquierda y derecha, pues implica una división artificial que alimenta la confrontación. ¿Ser católico significa ser de derechas? Pienso que no. 
Emmanuel Mounier, 

creador del personalismo cristiano, se mostró muy crítico con el capitalismo y participó en la Resistencia contra la ocupación nazi. 
Jacques Maritain,

renovador y continuador del tomismo, denunció los crímenes del bando franquista y siempre defendió las sociedades libres y plurales, destacando que el rasgo distintivo del humanismo cristiano es la solidaridad con los más débiles y vulnerables. 

San Juan Pablo II 

habló claramente contra los abusos del capitalismo, exigió salarios justos para la clase trabajadora y afirmó con rotundidad que “los pobres no pueden esperar”, desdeñando los argumentos posibilistas de los tecnócratas. “No hay verdadera paz –advirtió el carismático pontífice- si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad”. 
Benedicto XVI, 

tan incomprendido, pidió a los países ricos que “asumieran la carga de condonar las deudas de los países pobres” y el actual 
Papa Francisco

 ha ratificado el compromiso de la Iglesia Católica con los que viven en situaciones de miseria y precariedad, condenado la “cultura del descarte” que excluye a pobres, ancianos y enfermos.

¿Ser de izquierdas significa ser demócrata? En mucho casos, no. La izquierda ha apoyado regímenes dictatoriales, como la Cuba de 
Fidel Castro, 

que fusiló sin tregua en la 
Fortaleza de San Carlos de la Cabaña. 

Nunca olvidaré el discurso de 

Ernesto Guevara de la Serna ante Naciones Unidas el 11 de diciembre de 1964:

 ¡¡Sí!! 
El Che, Raul Castro y Fidel Castro, preparando un fusilamiento
hemos fusilado, 

Raul Castro, riendose de los fusilados

fusilamos 

y seguiremos fusilando,
mientras sea necesario. 

Nuestra lucha es una lucha a muerte. Nosotros sabemos cuál sería el resultado de una batalla perdida. Y también tienen que saber los gusanos cuál es el resultado de la batalla perdida hoy en Cuba”. Es verdaderamente escandaloso que la izquierda aún idealicé al Che,
Cadáver del Che, a todo cerdo le llega su San Martín.
 un aventurero que mantenía un sombrío idilio con la muerte y ejecutó personalmente a desertores, chivatos y prisioneros de guerra. No es menos lamentable que apoye un ficticio derecho de autodeterminación en países democráticos, donde no existen ocupaciones militares ni leyes contra la cultura y el idioma de sus distintos pueblos. Las naciones rotas por culpa de políticos sin escrúpulos son semilleros de odio, que han propiciado campañas de limpieza étnica y horribles genocidios. 

¿Ya se ha olvidado el asesinato en Srebrenica de 8.000 bosnio-musulmanes en julio de 1995? 

¿Tan frágil es la memoria colectiva? ¿Cómo sería la “Euskal Herria independiente y socialista” gobernada por los herederos políticos e ideológicos de ETA?

La demolición de España planteada por los independentistas me parece un atentado contra la paz y la convivencia. No se me ocurren argumentos democráticos para justificar una iniciativa con resonancias inquietantes. ¿Se van a rescatar lemas como “Un pueblo, una lengua, una raza”? ¿No es más razonable preservar una nación plurilingüe y diversa? ¿Sufren Cataluña o el País Vasco alguna clase de represión que les impida expresar su peculiaridad? ¿Cuáles serían los costes políticos, sociales, económicos y culturales de una separación que pondría fin a una de las naciones más viejas de Europa? 

No estamos hablando de la escisión de un partido político, sino de la liquidación de más de quinientos años de historia en común. ¿No es mucho más urgente firmar un nuevo pacto social y político que devuelva la confianza a los ciudadanos? ¿Acaso lo fundamental no es crear empleo de calidad, proteger el Estado de bienestar y combatir eficazmente la corrupción? Una izquierda responsable luchará por fomentar un sentido nacional, semejante al que impera en Francia o Estados Unidos. 

Una derecha responsable comprenderá que el patriotismo peligra sin equidad y derechos sociales. En su primer viaje oficial como Rey de España, Felipe VI visitó Alemania, corazón del proyecto europeo. Allí destacó la necesidad de que todos los países de la UE impulsaran un crecimiento económico sostenible, advirtiendo que la crisis restaba credibilidad a las instituciones y debilitaba el proceso de integración política y social. Así como para los católicos –pese a todos sus defectos- la Iglesia es su “patria espiritual” (Hans Küng), la Corona española simboliza el sentimiento de concordia que permitió transitar de una dictadura a una democracia. Hay mecanismos para frustrar el desafío independentista, pero no es una alternativa deseable. Aunque las nostalgias tribales se disfracen de modernidad, sólo hay que escarbar un poco para reconocer su vocación excluyente y autoritaria. Ortega y Gasset no se equivocaba cuando escribió: “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”.


VUELVE 
MONTESQUIEU